jueves, 30 de octubre de 2014

UNA NOCHE CON TOQUE DE QUEDA



¡¡¡Manos arriba, nadie se mueva o les vuelo la cabeza!!! Amanda quedó paralizada mientras soltaba los panfletos y rápidamente subía los brazos hasta la cabeza. A su lado Ricardo, Juan y Ernesto hacían lo mismo mientras el terror les desfiguraba el rostro y un hormigueo los recorría de pies a cabeza. El sudor los cubrió por completo y Amanda sintió que por su cara corrían lágrimas de pánico.
           
Debió haberle hecho caso a su madre -pensó- que le rogaba que no se metiera en cosas peligrosas, que la iba a matar de un ataque al corazón y por qué tenía que ser ella quien hiciera esas cosas y no otras personas, acaso el Partido le iba a pagar el funeral si la mataban y por qué no pensaba en su padre y sus hermanas que no se metían en nada y si te ve la vieja de enfrente nos va a denunciar porque nos tiene mala, a lo mejor estamos en alguna lista negra y nos vienen a allanar la casa ¡¡Hasta cuándo me haces rabiar, chiquilla de mierda!! Y su madre la golpeaba con el palo de la escoba mientras Amanda corría alrededor de la mesa del comedor o se encerraba en el baño esperando a que su madre se calmara.

Esa noche la habían encerrado en la casa poniéndole llave a la puerta de calle para que no saliera, pero Amanda pensando en sus amigos que estarían esperándola, saltó por la ventana y corrió agazapada al lugar del encuentro. Después pensaría como iba a entrar nuevamente a la casa. Le habían advertido de que si salía no le abrirían la puerta a su regreso y tendría que quedarse el resto de la noche en el antejardín, cuidando de no ser descubierta por los militares que no pensarían dos veces en dispararle.

Había toque de queda y las calles estaban vacías. Sabía que si venía algún vehículo sólo podrían ser “ellos”, así es que tendría que esconderse rápidamente y dejar que pasaran. Encontró a sus amigos en el lugar acordado de antemano. También habían tenido problemas con sus padres, pero estaban allí. Los cuatro se miraron largamente, se estrecharon las manos sin hablar y con el corazón latiendo aceleradamente se encaminaron al lugar elegido para panfletear.

Generalmente Amanda repartía los panfletos con Ricardo, casa por casa, mientras Juan y Ernesto vigilaban uno en cada esquina del pasaje, avisando con un silbido si había peligro, entonces corrían a esconderse a un lugar seguro o saltaban la reja del antejardín de alguna casa y no pocas veces habían quedado ensartados en las peligrosas puntas de los fierros. En ese caso sólo recibían los primeros auxilios de alguna compañera estudiante de enfermería, a la cual habían contactado con anterioridad. No podían correr el riesgo de ir a un hospital o una posta pues los detendrían y deberían dar explicaciones, si es que les pedían alguna. Todos sabían que primero golpeaban y después hacían preguntas y si tenías suerte podrías volver a casa.

Hasta ahora no habían tenido problemas con los militares, pero sí con los perros del vecindario que con sus ladridos delataban la presencia de los muchachos, despertando a los vecinos que temerosos se asomaban trás los visillos de sus ventanas y más de alguno había llamado a la policía que llegaba rápidamente y en gran cantidad al lugar, cerrando las entradas de calles y pasajes y echando abajo las puertas de las casas de una patada buscando a los subversivos, que generalmente ya no se encontraban en el lugar. Entonces tomaban represalias con los pobladores, sacándolos a golpes y empujones de sus casas y manteniéndolos el resto de la noche en ropas de dormir en algún sitio eriazo mientras allanaban las casas, rompiendo todo lo que encontraban a su paso y llevándose las cosas que consideraban de valor. Daba miedo verlos con sus caras pintadas y el odio reflejado en la mirada. Algunos eran sólo niños que sintiéndose poderosos abusaban sin ninguna necesidad de su poder golpeando a hombres y mujeres, que impotentes sólo atinaban a llorar y abrazar a sus hijos, culpando de su suerte a esos muchachos que andaban lanzando panfletos y rayando murallas con consignas subversivas y sus rostros cubiertos con pañoletas.

Esa noche Amanda se sentía cansada pues había estado todo el día con sus amigos haciendo panfletos en una máquina de escribir viejísima de su papá y a la cual le faltaban algunas letras. En ella ponían varias hojas de papel roneo con calco para sacar mayor cantidad y mientras uno usaba la máquina otros los hacían a mano con letra de imprenta, poniendo algunas consignas que se les ocurría en el momento y que pensaban podría llegar a los pobladores, dándoles la esperanza de saber que ya había gente organizando la resistencia en contra del tirano. Habían pasado pocos meses del golpe de estado y no estaban bien organizados. Sólo eran un grupo de jóvenes que actuaban de puro corazón y sin pensar mucho en el peligro que corrían.

Habían decidido lanzar los panfletos casa por casa pues eran pocos y si los tiraban en la calle nadie los recogía por temor a ser detenido, la gente estaba asustada y todos desconfiaban de todos, por lo tanto era trabajo perdido. También se habían puesto de acuerdo de hacerlo por la noche a pesar del toque de queda, pues así nadie los reconocería y no serían delatados. 

Estaban muy agotados y quizás por eso habían descuidado la seguridad de vigilar las calles y ahora lo pagarían caro. Lo único que pedía Amanda era que el tiro que le iban a dar no le doliera tanto y que ojalá fuera la primera para no ver caer a sus compañeros y no comprendía por qué se demoraban tanto y había tanto silencio. Sentía a su lado la respiración agitada de sus amigos, su propia respiración y los latidos de su corazón golpeándole el pecho y los oídos.

Por qué no había escuchado a su madre - se preguntaba - ¡no quiero morir! Soy tan joven y me quedan aún tantas cosas por hacer ¡Ayúdame, mamita! Con todo el terror que sentía se atrevió a mirar de reojo a sus amigos, que con el miedo reflejado en los rostros esperaban igual que ella el tiro que les quitaría la vida. Se miraron entre ellos y lentamente se fueron dando vuelta, aún con los brazos en alto, para luego comenzar a reír y reír sin parar. Tirado en el piso se encontraba un borracho, que aferrado a su botella de vino y sin poder pararse los apuntaba con el dedo diciendo entre dientes ¡¡les dije que no se movieran!! para luego acomodarse y quedarse dormido plácidamente en mitad de la noche con toque de queda.